La tradición dice que los presidentes de Estados Unidos han sentido debilidad por menús hipercalóricos a la americana. Donald Trump, más fast food que ninguno, parece llevar este extremo hasta el paroxismo. Las primeras damas, por el contrario, han maquillado el mensaje con intenciones healthy. Pero, ¿es realmente política la elección de este menú presidencial?
300 hamburguesas cuidadosamente apiladas entre candelabros sobre una mesa de banquete de gala. Abraham Lincoln observa la escena desde su retrato solemne. Es la State Dining Room, el comedor más grande de la residencia del presidente, con capacidad para 140 invitados. No se trata de una performance de Ai Weiwei sino de una escena real impulsada por el actual inquilino de la Casa Blanca. Donald Trump está a punto de firmar otro episodio más con el que abrir boletines informativos.
La polémica estuvo servida de nuevo, esta vez en formato fast food. Un tuit oficial de la Casa Blanca confirmaba que Potus se preparaba, el pasado enero, para recibir a un equipo de fútbol universitario, los Tigers de Clemson, Carolina del Sur. En lugar de un cóctel de marisco y petits-fours a los postres, hamburguesas made in USA. Nada mejor para recompensar a unos héroes que habían protagonizado una sonora remontada en el campo.
“If it’s American, I like it”. Trump, tan ufano como siempre, se vanaglorió de semejante menú patriótico cargado de grasas saturadas. Un telefonazo y listo. Pagaba él —un total de 2.437.11 dólares, según The Washington Post—. “Pedí unas 1.000 hamburguesas. Todo de empresas estadounidenses: Burger King, Wendy’s y McDonald’s. Lo que a mí y a ustedes les gusta”. Un país envuelto en su bandera y unido por un símbolo inviolable: su comida basura. “Tenía que elegir, o no les dábamos comida porque estamos de cierre de Administración o les ofrecíamos unas pequeñas ensaladas que hubieran preparado la primera y la segunda dama”. Comida de hombres y comida de mujeres. Unas hortalizas no son dignas de un macho alfa ni de un grupo masculino de élite, sino de damiselas como Melania Trump y Karen Pence. Trump en estado puro.
En marzo de este mismo año, el Presidente recibió a los jugadores de North Dakota State Bison. La fórmula anterior pareció haberle gustado. Sin cierre administrativo alguno como excusa, el convite lo patrocinó en exclusiva McDonald’s. La explicación, además de peregrina, apelaba al orgullo patrio. “Podríamos haber llamado a los chefs de la Casa Blanca para que prepararan una comida más formal, pero conozco a los jugadores, a todos nos gustan las compañías americanas”. Siguiente parada: el salón oval y cierta sensación de digestión pesada. Eso que se ahorraron los jugadores de los Eagles de California, ganadores de la NFL en 2018, y de los Golden State Warriors, vencedores del anillo de la NBA en 2017, al cancelarse su visita de rigor. No tuvieron su foto con una hamburguesa en la mano. Demostraron ser muy poco patriotas.
God bless McDonald’s
¿Qué habría hecho Hillary Clinton de haber sido nombrada (la primera) presidenta de los Estados Unidos de América? ¿Dar ejemplo publicitando una alimentación más dietética? ¿Qué habría hecho el propio Bill convertido en el primer consorte varón de la superpotencia? ¿Seguir un estricto régimen vegano u organizar barbacoas, como todo el mundo sabe que prefiere? Nunca lo sabremos.
La ventaja con Donald Trump es que no se corta. Los negocios son los negocios y su vanidad es inabarcable, aunque traspase la vergüenza ajena. En 2004, fue anfitrión del programa de televisión ‘Saturday Night Life’ y no dudó en montar un número de los suyos. Enfundado en un traje amarillo pollito, el entonces “solo” magnate neoyorquino patrocinaba en el sketch su Donald Trump’s House of Wings, una cadena ficticia de restaurantes de alitas de pollo. El futuro presidente bailó junto con las actrices Kenan Thompson y Amy Poehler a ritmo de una versión de las Pointer Sisters. Tampoco en la Casa Blanca se iba a hacer el vegetariano. Una de las cosas que Trump quiso demostrar con su “improvisado” catering fue que una hamburguesa americana puede con todo. No con la libre circulación arterial, sino con los problemas de un país como Estados Unidos que en enero sufría un cierre gubernamental inédito en su historia.
Trump, que la primavera pasada pudimos saber que está solo una libra por debajo de la obesidad, según las pautas emitidas por el CDS —Centros para el Control y Prevención de Enfermedades—. Que no desayuna, salvo cuando le da por los huevos con beicon o se aprieta algún que otro McMuffin del McDonald’s —así lo confesó en 2016—. Que no bebe café ni alcohol. Que pasa muchas horas seguidas sin comer, pero que en la cena se suele pasar tres pueblos de Texas. Que es fanático de la comida rápida, sobre todo por una cuestión de seguridad. De hecho, la CNN citó: “Me gusta la limpieza y creo que es mejor ir allí —a Wendy’s o a McDonald’s— que a algún lugar donde no tengas ni idea de dónde viene la comida”. Ese es Trump.
Su cena favorita es, según Corey Lewandowski, su exdirector de campaña y autor del libro ‘Let Trump Be Trump’ en el que se revelan sus hábitos alimenticios, “dos Big Macs, dos sándwiches Filet-O-Fish y un pequeño batido de chocolate, un total de 2.430 calorías”. Es tanta su pasión por McDonald’s que ordenó que en la cocina de la Casa Blanca se imitara su estilo. También le da a la pizza, aunque pasa de comerse los bordes, y a los filetes, siempre muy pasados como suelas de bota y acompañados de kétchup. Lo que se dice todo un gourmand. En su actual residencia, y en comidas oficiales, extra de salsa y dos bolas de helado para él en lugar de una. Sin renunciar a sus 12 latas de Coca-Cola Light al día.
La comida es cuestión de estado
Del último al primero. Dicen que George Washington y su mujer, Martha, cenaron en la intimidad apenas un par de veces en sus años de mandato. Venga a organizar ágapes y festines en los que no faltaba la caza, el pastel de carne y el trifle, el postre inglés que Rachel arruina en ‘Friends’ añadiendo, entre sus capas, una de carne. John Adams y su esposa introdujeron las recetas de Nueva Inglaterra. Los Jefferson, más finolis, mostraron predilección por la cuisine francesa, mientras Lincoln, el mismo que este año ha tenido que presenciar desde su óleo el perfume de una montaña de hamburguesas de cadena, sacó partido al fricasé de pollo servido en vajilla china.
Poco a poco, las primeras damas empezaron a acaparar más protagonismo y popularidad. Famosa fue la pecan pie —tarta de nueces— que Anna Eleanor Roosevelt servía a sus invitados. La mujer de Dwight Eisenhower, la impecable Mamie, fue conocida por ser una anfitriona ejemplar en un mandato en el que se multiplicaron las recepciones oficiales. Su receta ‘El dulce del millón de dólares’ acabó en todos los hogares del país. Su sucesora, Jacqueline Kennedy, se dejó de tanto té con pastas y emprendió, junto a su marido, una revolución afrancesada que llenó de glamour la corte de Camelot. Los menús se describían en francés, se servía poulet à lestragon y soufflé froid au chocolat y se organizaban cenas de etiqueta con personalidades destacadas. La nueva administración demostraba, así, preocuparse por la cultura y la ciencia.
Los aires austeros de Eisenhower daban paso a la elegancia, el carisma y la gastronomía sofisticada. Jackie contrató al primer chef ejecutivo interino porque, antes, la comida la preparaban miembros de la Marina. Luego llegó Nixon y su afición por el kétchup; los Ford y los Reagan por las barbacoas informales; los platos texanos con Bush padre; y Bush hijo comiendo alitas de pollo a dos carrillos. El postureo vegano de Bill Clinton y el gusto de Barack Obama por las hamburguesas de Five Guys y las pizzas de Chicago. Y hasta un presidente de ficción, Frank Underwood —de ‘House of Cards’—, acudiendo a su cita con las costillas con salsa bbq de Freddy’s.
Laura Bush, por su parte, quiso que los productos orgánicos entraran en la cocina de la Casa Blanca coincidiendo con la moda de los supermercados Whole Foods. Estos alimentos empezaban a ser tendencia y Michelle Obama heredó ese giro saludable encabezando iniciativas sobre la nutrición y la buena alimentación. Incluso se enfrentó a poderosos lobbies. Como si enseñar a comer mejor fuera uno de los papeles reservados a las primeras damas. Melania puede preferir una manzana antes que un perrito caliente, pero si ellas hacen una cosa y sus maridos otra, ¿qué consistencia tiene el mensaje alimentario que se transmite, más allá de la guerra de sexos?
¿El Fast food en la Casa Blanca es un negocio?
Los menús al servicio del presidente mezclan sus gustos personales del jefe supremo, la contención calórica de sus mujeres y las modas de cada momento. Sin embargo, el fervor por la comida rápida no es solo asunto presidencial, sino que muchos millonarios hacen proselitismo de esta dieta como si la hamburguesa estuviera institucionalizada desde la cúspide de la pirámide.
Este proteccionismo culinario que mima a la industria antes que a los restaurantes Michelin tiene su respaldo en el despacho del presidente. La administración Trump ha roto con las políticas nutricionistas y los programas de educación infantil de los Obama. Y ojo con llevarle la contraria. En 2016, el chef español José Andrés recibió de manos de Obama, habitual de su restaurante de Washington, la Medalla de las Humanidades. Y también una demanda millonaria por parte del entonces candidato republicano, ya que el cocinero de Mieres se había negado a abrir un local en uno de los hoteles Trump. La comida, como vemos, es un objeto político que nunca se cocina a gusto de todos.