Los cubrebocas se han convertido en el elemento más icónico del Coronavirus. Su uso se hizo obligatorio al poco de iniciarse la pandemia para protegerse y proteger a los demás frente al virus, combinada con otras medidas preventivas como lavarse las manos con frecuencia y el distanciamiento social. Pero esta nueva necesidad tenía un precio y no solo para nuestra economía.
El impacto ambiental y climático derivado de su enorme consumo viene dado por la utilización masiva de recursos naturales, los procesos de fabricarlas, su transporte, así como de la mala gestión de su eliminación. No en vano, al menos 1.560 millones de máscaras acabaron en el mar en 2020, poniendo en en más riesgo aún el ya de por sí amenazado ecosistema marino.
Para poner más el foco en este asunto, al islandés Tobia Zambotti se le ha ocurrido una iniciativa de lo más llamativa. Este diseñador de interiores afincado en Reikiavik ha creado en colaboración con el estudiante de moda Aleksi Saastamoinen una chaqueta acolchada hecha a base de 1.500 mascarillas sanitarias recolectadas de las calles de su ciudad.
Por supuesto, toda ellas fueron desinfectadas a fondo con gas de ozono, un proceso que se ha demostrado muy efectivo contra el Coronavirus, y algunas también se rellenaron parcialmente con algodón orgánico para crear formas hinchadas. Por su parte, la capa exterior es un laminado reciclado semitransparente, transitable e impermeable fabricado con fuentes biológicas que dejan a la vista las mascarillas de su interior.
Además, otra cosa que probablemente poca gente sabe es que la mayoría de las máscaras desechables disponibles en el mercado están hechas con un termoplástico llamado polipropileno que también se usa para producir Poly-fill, el relleno acrílico más común para chaquetas de plumas baratas. La prenda en cuestión se llama Coat-19 y seguro que no va a pasar desapercibida, ni por su forma ni por su contenido.