Hoy, trasladarse a la calle 42 en el Nueva York de los primeros años setenta requiere de mucha imaginación. Para eso tenemos ‘The Deuce’, la serie que David Simon y George Pelecanos crearon para la HBO y cuyo estreno a finales del pasado verano alegró a la comunidad ‘seriéfila’ fanática del creador de ‘The Wire’. La que iba a ser una conversación de mero trámite entre el prestigioso showrunner y un supuesto confidente anónimo, que en tiempos pasados había trabajado como barman para la mafia, devino en la puesta en imágenes del escabroso mundo de la prostitución en el entorno de Times Square y el auge de la industria del sexo pre ‘Garganta Profunda’, el canto del séptimo arte al llamado porno chic.
Nadie como Simon para pillar el acento urbano y recrear una historia descarnada y exenta de glamour que lo conecta con el Scorsese de ‘Malas Calles’. Si los pinchazos telefónicos en las esquinas de Baltimore cristalizaron en una de las series de culto del milenio –‘The Wire’–, quiso el de Washington D.C. que las esquinas del sucio Midtown neoyorquino ahora fueran recordadas en el contexto de la especulación inmobiliaria manejada por la zarpa mafiosa. Estamos en 1971, es la América de Nixon en plena cruzada en Vietnam. La alcaldesa Lindsay es presidenciable y necesita limpiar la cloaca en la que se ha convertido Manhattan entre la Séptima y la Octava Avenida, eso que polis y chulos convinieron en llamar el Deuce.
Historias de la calle 42
“No te preocupes; si hay un infierno ahí abajo, todos vamos a ir”, canta Curtis Mayfield en la intro soul de la serie. Entre tanto turista, imposible reconocer en un paseo actual a la calle más sórdida del país. El museo de cera Madame Tussauds, el club de B.B. King, zapaterías de marca y hamburgueserías de cadena… Lejos queda la revolución que aquí se fraguó antes de que se gentrificara cada metro cuadrado de la ciudad. La noche era una sucesión de peepshows, antros de burlesque, cines gays y grindhouses iluminados como luciérnagas parpadeantes.
Centenares de mujeres sin futuro alguno se sucedían en la oscuridad, mangoneadas por proxenetas que, aunque disfrazados como pavos reales, vivían en hoteles inmundos mientras oficiales de la comisaría 14 patrullaban su propia corrupción. Polis untados con sobornos mafiosos y tasas callejeras que especulaban con las detenciones para acumular horas extras y días de vacaciones. Todas estas almas en vela acababan compartiendo desayunos como los que despachaba Leon cuando la noche se confunde con el día.
Lugares de encuentro como Melody Burlesque o Terminal Bar refugiaban a la fauna descarriada. En este último garito trabajó de camarero Sheldon Nadelman que, además de poner copas, fotografiaba a su clientela en un sincero blanco y negro. Su historia se recopila en un libro publicado por su hijo Stefan que también dirigió un documental premiado en Sundance. “Era un zoo. Tenías todos los buscavidas, todos los chulos.
Todos estaban en Terminal Bar”, decía Nadelman. Hoy, Terminal Bar no existe y en su lugar se alza la modernísima sede del New York Times. Más profesional era la fotógrafa coetánea Nan Goldin, que inmortalizó las andanzas en el Tin Pan Alley, el bar en el que probablemente se inspira el Hi-Hat, regentado en ‘The Deuce’ por Vincent Martino –el actor y co-productor James Franco–. De nombre inventado pero vida real, este personaje motor de la serie tuvo que compaginar el trabajo al otro lado de la barra de uno de los locales más caldeados de la ciudad con la supervisión de los primeros parlors, salones de “masaje” libres de redadas. Las calles se vaciaban, los burdeles proliferaban, la mafia y la poli se llenaban los bolsillos y el oficio de chulo empezó a no contar en la ecuación.
Ley e industria del porno
Esta es también la historia de cómo sacar siempre la mayor tajada. El sexo es fuente de placer, de liberación, de expresión individual y de justicia. Además, es puro negocio. A principios de los sesenta, la década del amor hippie y el flower power, el rígido Código Hays empieza a amoldarse a las nuevas demandas artísticas que buscan amparo en la Primera Enmienda. El sexo ya no tiene por qué ser obsceno. En 1969, curiosa numeración erótica, Dinamarca legaliza la pornografía clausurando la era sexploitation, de apertura al cine de explotación, e inaugurando con su onda expansiva el porno chic, la edad dorada del cine para adultos.
Con ello, nacerían las primeras estrellas en categoría rated (clasificado): Marilyn Chambers y Johnnie Keyes encarnaban el éxito de la fórmula interracial, John Holmes –en quien se inspira el personaje principal de la película ‘Boogie Nights’– y la efímera y desdichada Linda Lovelace, elevada a icono de la revolución sexual por su papel en ‘Garganta Profunda’ (1972), el mayor hito recaudatorio del porno en los años setenta. Un año antes se había estrenado ‘Boys in the Sand’, la primera gran cinta de porno gay, criticada incluso en la revista Variety. El mundo editorial lo copaba Bob Guccione, emperador del X-Rated gracias a su revista Penthouse.
Entretanto, antes de que el formato VHS normalizara el consumo del porno doméstico, los genoveses fueron los amos del cine clandestino cuando “prohibido significaba permitido”. Sus “recaudadores” vaciaban las cajas de las tiendas eróticas de los alrededores de Times Square, frecuentadas por pajilleros que alimentaban con monedas las pelis medio amateurs que visionaban en proyectores sin intimidad. En seguida, estos armatostes se convirtieron en cabinas privadas apodadas “masturbatoriums”. Además, en los mostradores se trapicheaba con porno de contrabando que incluía escenas no eliminadas. La ley de obscenidad de 1968 se hizo más laxa y la liberalización paulatina del consumo pornográfico supuso una nueva veta de oro. El porno se hizo industria y con el tiempo perdió frescura derivando en un sota, caballo y rey que fue manejado por el reaganismo puritano, sí, pero que estaba consagrado al leitmotiv del capitalismo: agita la máquina del dinero.
“Al menos ya no estás en las trincheras, ahora eres una artista”, se dice4 en un momento en ‘The Deuce’. El cine supuso para las mujeres explotadas una oportunidad de abandonar los peligros de las calles, aunque las condiciones de las precarias producciones primigenias, en las que el condón nunca era una opción, no fueran tan balsámicas. Luchó por mejorarlas Candida Royalle, una actriz porno que pasó a ser directora y hasta productora, fundando Femme Productions, compañía cuyo material fue siempre más sensible con el lado más indefenso de la industria. Su compromiso con el derecho de las mujeres a ser dueñas de su propia sexualidad fue clave para el empoderamiento femenino en el porno de aquella época.
Un ejemplo para la actriz Maggie Gyllenhaal en su extraordinaria interpretación de Eileen “Candy” Merrell, la prostituta sin chulo que, cansada de palizas y miserias, emprende en el amanecer de aquel porno artesanal. Gyllenhaal, igualmente co-productora de ‘The Deuce’, se fijó también en la activista Annie Sprinkle, una multifacética estrella underground de la performance sexual, una “revolucionaria feminista” según artistas como Lydia Lunch, que tras ejercer la prostitución y hacer películas en Kirt Studios se consagró como heroína y pionera de la actual cultura del sexo. ‘The Deuce’ no es una serie sexy, no lo olvidemos. Como dice el propio David Simon: “Algo de eso sucedió. Algo de eso no sucedió. Parte de esto podría haber sucedido. Pero todo podría haber sucedido”.
*Artículo originalmente publicado en el número 50 de Vis-à-Vis. Pide tu ejemplar en papel en tienda.ploimedia.com o descarga la edición digital interactiva para iOS o Android.